Carlos María Aladro Mella
–¡Kurgan, Kurgan! –le llamaban sus compañeros Ainuk y Yabal–. Ven rápido –le instaban.
En lontananza se veía acercarse a varios jinetes y no lograban distinguir de qué clan eran; se acercaban velozmente y no parecía que tuvieran intenciones pacíficas; cabalgaban directamente hacia ellos y según se acercaban se distinguían mejor sus armas en las manos. La banda era de 12 o 13 jinetes y ellos tan solo tres.
Los tres amigos de un salto se subieron a las cabalgaduras y se dispersaron hacia la estepa como el viento.
Los gritos de los asaltantes no daban lugar a dudas, eran del clan enemigo desde hacia generaciones, enemigos atávicos, enemigos sin piedad. Gente que llevaba matando a su gente desde hace cientos, quizá miles de años, y al igual que ellos les proferían un odio visceral, un odio sin límites. Nunca se pararon a pensar desde cuando se mataban entre sí, era desde siempre.
Ya se distinguían bien los caballos de los atacantes y no parecían desfallecer, sino todo lo contrario, avanzaban casi el doble que ellos, aunque sus corceles eran rápidos no progresaban igual; las flechas silbaban muy cerca de sus oídos y sabían lo certeros que eran sus enemigos. Ellos, al ver que no quedaba otra alternativa, sacaron sus cortos arcos, y del carcaj sus flechas, y comenzaron a disparar, se giraban y desde esa posición disparaban rápidamente sus dardos…
Tamaño: 15×21 cm | Encuadernación: Tapa blanda | Número de páginas: 188 | Ilustraciones a color
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